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No todo lo que brilla es oro…

 

En los últimos años los extranjeros que visitan este país, en específico nuestra ciudad capital, se quedan maravillados por la vibrante imagen con la que se encuentran.  Los edificios, los restaurantes, la vida nocturna, el hub de las Américas,  en fin, todos los aspectos que le dan a la capital panameña una semblanza de una metrópolis en potencia,  que se dirige al anhelado grupo del primer mundo. Al grupo de los países civilizados.

Sin embargo nada pudiera estar más lejos de la verdad.  Panamá se mueve por su propia naturaleza, por su posición geográfica y porque todos los otros países desarrollados que ya le sacaron lo que podían a sus propias poblaciones, aprovechan la globalización del planeta.  El mundo se hizo más pequeño y más accesible y Panamá, por todos sus atributos, ha contribuido a ello.
Panamá une, comunica y nosotros, su ciudadanos hemos sido astutos e ingeniosos para aprovechar las oportunidades que esta tierra nos da.  Hay quienes son humildes y saben lo afortunados que son de vivir en Panamá, mientras otros están convencidos de que este país camina por ellos, cuando es todo lo contrario: ellos caminan gracias a Panamá.  Y es esta arrogancia, esta superficialidad absoluta de nuestro pueblo la que nos mantiene y mantendrá clavados en el tercer mundo indeleblemente.

De esto no hay evidencia más clara que nuestra reacción a los jóvenes quemados  en el Centro de Cumplimiento.  Los medios de comunicación, o lo cubren con morbosidad  o con el esnobismo que aparenta abstenerse del amarillismo.  Entre la población la reacción ha sido alarmantemente contenida.  A sotto voce el mensaje de indiferencia expresa: eso les pasa por maleantes.  No fue hasta que algunas voces alarmadas, por las señales que este crimen expone de nuestra sociedad,  nos despertaron y estamos entendiendo las implicaciones sociológicas de este crimen, de este abuso aberrante a los derechos humanos.

Los países civilizados, no solo se desarrollan y crecen de adentro hacia fuera, con un sentido de visión y de misión para su pueblo. Los países civilizados no toleran los abusos  contra los derechos humanos, ya sean sus ciudadanos o no.  No puedo evitar evocar los incidentes de Abu Ghraib, donde el congreso de Estados Unidos expuso mundialmente la actuación abominable de sus fuerzas armadas y  exhibió las torturas a los prisioneros de guerra iraquíes, luego de la caída de Sadam Hussein.  También cabe mencionar los juicios de Nuremberg donde los asesinos de millones de personas tuvieron su día en las cortes de justicia.  En el primer mundo, si los derechos humanos se obvian, existen mecanismos para exponer estos fallos del sistema, como por ejemplo: la prensa escrita, que por su naturaleza, ha sido el bastión de las denuncias de los ataques a la causa cívica, de manera digna, coherente y honesta.

Lo  que ocurrió  el 9 de enero en el Centro de Cumplimiento, me hizo pensar en los genocidios de África, a finales del siglo pasado y los que ocurren durante este siglo incipiente. Es cierto que estos jóvenes eran muchachos en problemas con la ley, que cumplían su tiempo y servían su período de corrección bajo condiciones que atentan contra la dignidad humana. No importa qué delitos hayan cometido o por qué camino estaban llevando su vida, estos muchachos eran el hijo,  el hermano, el nieto, el amigo de alguien que hoy está de luto.  El impacto del dolor trasciende de tal manera, que no sólo deberíamos estar compadecidos de ellos, sus familiares y amigos, si no que deberíamos preguntarnos cómo fuimos capaces de algo así.  Y esto no sólo implica castigar a los custodios del centro ya que ellos son un reflejo de algo más.  Ese desamor, esa frialdad a lo que ocurre con todos aquellos que “no tienen nada que ver conmigo y que además merecen todo lo que les viene” nos afectará a todos de una manera u otra.  El que escoja no creer que a la raza humana nos une una inquebrantable fibra común, que trasciende los parámetros de lo natural, toma una decisión peligrosa.

Sí, siempre me ha preocupado el flamante paisaje urbano de esta ciudad, con sus ostentosos edificios de ventanales interminables y sus avenidas rellenas de vehículos de todo tamaño, color y marca bañados por los rayos de nuestro sol tropical.  Es todo un espejismo, un cruel truco óptico, porque cuando del vidrio y del metal rebota la luz del sol,  se aprecian destellos que por momentos nos dejan maravillados.  Sin embargo,  a la larga, los destellos ciegan, aturden y confunden y nos  recuerdan del viejo refrán, que no todo lo que brilla es oro.

Pituka Ortega Heilbron
Cineasta Panameña

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